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Literatura

En la semana de las letras, un relato ambientado en Villa de Merlo

El relato se llama "color uva" y forma parte del libro "Hombros desnudos", del autor Gustavo Menéndez, periodista y director de infomerlo.com
lunes 13 de junio de 2016
En la semana de las letras, un relato ambientado en Villa de Merlo

Fue una madrugada de infierno para los dos. Habían llegado a Villa de Merlo casi a la medianoche, después de visitar a su hijo en Córdoba. El viaje por las Altas Cumbres había sido tenso, con nubes incómodas.  La casa, desprovista de voces juveniles, les auguró al ingresar el eco de la soledad. Celina cumplió con la rutina maniática, heredada de su madre, de asegurar las ventanas por la tormenta que amenazaba desde el oeste a la comarca, mientras su marido revisaba su notebook. Impasible. En otro mundo.

Entonces ocurrió. Los relámpagos amenazantes. El perturbar de los truenos. Y una centella que estalló sin agua hizo brincar a Celina hacia atrás cuando cerraba el balcón de la habitación en la planta alta. Tuvo miedo. Se asustó, no por la lluvia, sino por su propia vida y por un amor que se parecía a una ilusión de la memoria. Después de sufrir los rigores del viaje y de asimilar la indiferencia de su marido, se refugió en el baño por una ducha. El agua le reparó el temple y le dio ánimos para enfrentar a Juan Cruz. Una charla que él había esquivado siempre con esa habilidad teatral de poner cara de perro apaleado para despertar piedad.

Celina bajó rápido la escalera para no darle tiempo a él de montar una escena de misericordia. Con sus últimas fuerzas obligó a Juan Cruz a discutir sin evasivas y a enfrentarse con ella. Le reprochó lo poco que peleaban por sostener el amor. Y lloró de rabia por el tiempo perdido y el paraíso prometido en el tiempo pretérito. Discutieron sin darse cuenta de que la lluvia ya era un temporal, porque ellos mismos eran una tormenta impiadosa. Extenuados de tantos reproches, de tanto llorar y no dormir, manchas lívidas se formaron alrededor de los párpados inferiores de los dos, como huellas del pavor. Al alba, las nubes se habían disipado. El sol quería encenderse por encima de las sierras. Muros adentro, el matrimonio se desgranaba.

Celina y Juan Cruz habían crecido en el mismo barrio porteño. Entre sus departamentos no había más de siete cuadras de distancia; sin embargo nunca se habían cruzado hasta la tarde que ella y sus compañeras del Colegio Belén desarrollaban una reunión en Pumper Nic con los chicos del Nacional. En aquel entonces, los dos cruzaron miradas embelesadas. En una fiesta con música de Rafael Sarmiento sellaron su noviazgo. A partir de aquel beso, se volvieron uno. El enamoramiento era brutal. Compartían los amores arrebatados en la plaza del barrio o en la clandestinidad de las terrazas de sus edificios. En verano ella se marchaba a Mar del Plata y él, a Pinamar.  Juan Cruz siguió el legado familiar del Derecho. Ella, su vocación por el arte y los viajes.

Con el tiempo, el romance se transformó en un mal pronóstico. Padres y amigos estaban convencidos de que el desacople se produciría en algún momento. En noches de parrandas hacían apuestas secretas sobre el mes en que el amor se derrumbaría.  Sin embargo, a pesar de esos presagios, la pareja logró consolidarse. Después de un viaje por Latinoamérica con una amiga, Celina recibió la propuesta. Fue el momento de su mayor crisis.  Debía enfrentar la decisión del sí. En los afluentes del corazón encontró que no tenía razones válidas para el no. Y fue sí.

La fiesta del casamiento quedó en la memoria colectiva de los invitados por el viento de espanto que arruinó el almuerzo en la Casona del Peñón. Ante el desconcierto y el caos, Juan Cruz se refugió en el champan y ya antes del vals no sabía ni cómo se llamaba. Celina soportó con entereza de guerrera la boda hasta que un amigo los arrió a los dos hasta un hotel, para sellar un matrimonio convencional. Siguieron viviendo en el mismo barrio, en un departamento equidistante entre las dos familias, hasta que sintieron que la carcoma de la rutina podía empujar sus vidas hacia la desilusión.

El matrimonio estable y convencional casi sucumbe en la mitad de sus vidas. Creían estar a salvo de cualquier emboscada de un infortunio, con el único hijo bien criado y un futuro de pelos aluminados sin sobresaltos. Pero una tarde quedaron enredados en una discusión cualquiera y no pudieron callarse a tiempo. Al comienzo se hablaron como adolescentes transcurriendo la edad de la inmortalidad. Las palabras y los reproches mutuos les hicieron tomar conciencia de que la vida era finita. Y entonces decidieron dejar la ciudad y refugiarse en Villa de Merlo, como tantos otros.

No pudieron contra la genética de la migración interna. Y se enrolaron en los grupos que aspiraban a la colonización cultural,  con las verdades de la gran ciudad que se deberían aplicar a la comarca.  A poco de establecerse, ella se hizo ambientalista: parecía una activista de Greenpeace, a pesar de que los únicos árboles que había conocido eran los de la plaza de barrio de la adolescencia donde había enterrado los pudores sexuales. Mientras tanto, él iba día por medio a reclamar a la municipalidad por un foquito, por las ramas, por los yuyitos, por un insecto extraño o por el camión regador. Su queja era tan fervorosa que parecía hijo de una familia patricia merlina y no un recién llegado.

La dinámica de la queja se fue aplacando cuando entendieron que la tierra elegida tenía su propia idiosincrasia, que la lentitud podía ser también una virtud, y que el lugar los terminaría de expulsar si no entendían que debían acoplarse al pueblo y no intentar modificar hábitos de siglos y costumbres ancestrales. El tiempo los terminó por acomodar hallando en la naturaleza otra forma de vivir momentos felices, aunque cada tanto surgían los espasmos asociados a la ansiedad de gran ciudad.

Como integrantes de la época de la segunda fundación del pueblo, obtuvieron con el tiempo reconocimiento social. Hicieron nuevas amistades y Juan Cruz se dio cuenta de que podía ser abogado sin corbata ni traje. Celina acomodaba sus horas libres en actividades culturales, talleres, reiki y otros tipos de propuestas vinculadas a una vida espiritual. Y su único hijo fue quien menos sufrió el desarraigo. Todo iba encaminado y hasta con mejoras en sus vidas económicas.

Entonces ocurrió. Celina recibió la visita de su amiga. La del viaje por Latinoamérica, antes del casamiento. Además de prodigarse una amistad sincera tenían verdadero afecto entre ellas. Ya no eran las dos muchachas juveniles que habían visitado los países con aires de mochileras. Eran dos mujeres maduras que no dejaban de preguntarse por inquietudes compartidas, como tampoco dejaban de recordar sus andanzas nunca reveladas con otros hombres.

En medio del fragor de esas charlas, Celina se dio cuenta de que las pretensiones de su marido nunca se habían planteado en términos de amor. Y que todo lo que le ofreció y le ofrecía estaba mensurado en bienes terrenales: la se­guridad, la casa, las cabañas, la camioneta. Y que esa suma se podía parecer al amor. O para él eran el amor. Pero no lo eran. Y surgió la confusión.

En aquella madrugada de infierno. Cuando Celina obligó a Juan Cruz a enfrentarse a ella. A decirlo todo y a desenmascarar el amor burocrático e institucional. Se encontraron ante la duda de la existencia de opciones para escapar a la labor corrosiva del tiempo y de la convivencia. A la lenta deformación de los cuerpos, la rutina inevitable, los miedos a la soledad, la infidelidad casi obligada. Ella le planteó la necesidad de liberar el amor de las cadenas de las costumbres. Y él le respondió con la propuesta de un viaje a Cancún pagado en doce cuotas.

Ella lo miró y lo mandó a la mierda. Después tomó unas pocas cosas y se mudó al cuarto desocupado de su hijo. Estuvieron tres o cuatro meses durmiendo cada uno por su lado. Celina ahogaba sus lágrimas en la noche, con sollozos casi inaudibles. Juan Cruz creía que ella se rendiría en cualquier momento. Que la claudicación era inevitable. Pero sin saberlo, Celina lo había sentenciado a muerte. Al reconocer que el amor se había diluido, ella era un alma en pena. Cuando Juan Cruz intuyó que su esposa no daría un paso atrás y que permanecería en la trinchera de la indiferencia, comenzó a desplegar las fuerzas de sus encantos. Prometía viajes. Halagaba sus peinados y hasta se ocupaba de las tareas hogareñas como nunca lo había hecho en toda su vida.

Ante esas señales, Celina dudaba. El esfuerzo que su marido ponía en la reconquista no le provocaba chispas en su interior. Temía volver a la intimidad compartida solo por piedad. Aquellas miradas que la conmovían habían desaparecido. Ya no le movían un pelo. Ella recurrió a la terapia y tres veces al mes descargaba palabras, silencios y llantos frente a su psicóloga. Se sentía vacía y aburrida. Juan Cruz insistió en establecer una cabecera de playa para avanzar sobre el territorio de su mujer pero ya era demasiado tarde: ella ya no lo amaba.

El principio del fin llegó un viernes por la mañana.  Celina se había levantado más temprano. Se duchó y se preparó un desayuno liviano a base de hierbas serranas. A sus cuarenta y dos años conservaba su figura y un cuerpo cuidado. Desde joven había tenido disciplina para la práctica de ejercicios físicos. Juan Cruz se levantó más tarde y, tras la rutina del aseo personal, casi irritando, se ubicó en la mesa. Prendió el televisor para mirar las noticias de Buenos Aires y revisó mensajes de textos en el celular. Ella siguió en silencio ese comportamiento habitual en él: ya nada era como antes.

 

-¿Qué pasa?- preguntó él al descubrir en la cara de Celina arrugas y muecas de angustia.

 

Ella alzó la taza de té, que apenas pudo sorber por el tembladeral del pulso. Un nudo en la garganta le impedía hablar. Corrió al baño a lavarse la cara. Cuando se recompuso comenzó a caminar en torno a la mesa del living. En ese instante, sin mirarlo, comenzó a sostener en palabras su decisión de terminar con el matrimonio. Entre lágrimas lanzó todos los argumentos que por noches enteras de insomnio había repasado.

 

-Quiero el divorcio – dijo ella.

 

Celina se fue de la casa sin escándalos. Viajó hacia Córdoba para hablar con su hijo, quien le allanó las dificultades de la conversación. El joven no se sorprendió por la ruptura de sus padres. Ella se lamentaba de que tras un matrimonio estable y en la madurez de sus vidas, una crisis de amor los hubiera puesto a los dos fuera del ring. Lo asumió con entereza. Y de manera resolutiva contrató una abogada experta en el tema para lidiar con las pretensiones de su esposo.  

Regresó a Buenos Aires. Al barrio de toda su vida. Y se aferró a su amiga de toda la vida. Aquella de los viajes y las confesiones. Se alquiló un luminoso departamento. Enterró para siempre sus ínfulas de defensora de la naturaleza, de protectora de mascotas y se asumió como una mujer urbana, con capacidad para iniciar una segunda vida de amor. La puja por los bienes se resolvió con los meses, abogados de por medio. Ninguno quería ceder en nada. Y a través de ellos iniciaron una guerra campal para defender cada uno lo suyo. Pero los letrados hallaron el rumbo para una mediación pacífica, en la que él cedió más de lo que pensaba.

Ambos escondían infidelidades. Juan Cruz cruzó la raya dos veces durante la época en que estuvo casado. Fue en el tiempo que tuvo que viajar hacia Buenos Aires cuando su padre había sido internado en terapia intensiva. Mientras permanecía en el pasillo del sanatorio día y noche, como un soldado, una prima lejana, recién llegada de España, era su única compañía en aquellas horas amargas. Tenían casi la misma edad y una adoración mutua desde la adolescencia. Ella no tuvo reparos en enredarse en la cama con Juan Cruz, sin culpas ni remordimientos. Lo tomó como un acto sexual humanitario, como si las mujeres tuvieran la obligación de entregarse por clemencia a aquellos hombres que siempre han adorado.

Celina había engañado dos veces a Juan Cruz. Una antes y otra después de casarse. La primera vez fue en el recordado viaje por Latinoamérica, con la complicidad de su amiga quien la empujó a disfrutar de otro cuerpo varonil. La reincidencia llegó con la madurez. Ocurrió cuando decidió redecorar la casa y pintar los interiores. Juan Cruz viajó por una semana al norte por un torneo de golf, competencia que le servía de excusa para no deambular por una casa donde todo estaba patas para arriba. Celina intimó con el decorador al mismo tiempo que iban eligiendo cada uno de los tonos de las paredes. Y en el ambiente que había destinado al estudio se revolcaron en la alfombra, con un ímpetu desconocido por parte de ella. El color uva, con el cual pintó una de las paredes, le recordaría siempre los orgasmos que le arrancó el escenógrafo de ambientes.

Aquellos engaños mutuos eran sus secretos. Sobre Celina, sus amistades de la comarca tenían sospechas. Había sido solo un desliz pero esas voces le achacaban otros. Pasó a ser entonces en el rumor pueblerino “la mosquita muerta”. Un mote injusto pero que alimentó la fantasía de que en la intimidad era una comehombres. Esas malas habladurías y suspicacias brotaban porque a pesar de que todo su entorno estaba constituido por familias venidas y quedadas, las mujeres no la consideraban como una mujer con códigos merlinos posmodernos. “La mosquita muerta un día se va a ir”, repetían como loras. Y cuando aquello sucedió se reunieron en asamblea para regodearse de la desgracia del matrimonio.  

Aquel grupo de amigas, que había sido parte de la intimidad de Celina mientras vivía en la comarca, estaba constituido por mujeres que tenían demasiado tiempo libre y no sabían qué hacer con él. Por eso, pasaban horas tratando de inmiscuirse en la vida de los demás. Y envidiaban todo. No lo sabían ni lo aprendieron nunca, pero el sentimiento de la envidia se había contagiado entre ellas, como un virus. Todo lo celaban. No podían eludir resentimientos, ni rencores. No podían controlar la rabia. Para Celina alejarse de ese entorno fue sanador. Conocía las aventuras inconfesables de sus amigas, pero nunca había abierto la boca, a pesar de que a ella la habían despellejado.

Celina  solo volvió a la comarca para acompañar un camión de la empresa de mudanza. La casa era para entonces un espacio desconocido para ella. Con parsimonia recorrió los ambientes, dio órdenes de lo que había que cargar y se ocupó de algunos adornos que atesoraba como recuerdo familiar. Percibió en el dormitorio un aroma de mujer, que asoció a una de las integrantes de su grupo de amigas. No le pareció extraño que alguna de ellas se convirtiera en amante del ahora exmarido.

¿La naturaleza serrana había sido la culpable de sus males de antaño? ¿Por qué su vida, al instalarse nuevamente en la ciudad porteña, había cambiado por completo? Esos eran interrogantes que siempre la develarían… Pero el color uva sería una certeza de la que nunca se arrepentiría. El color uva y su nuevo amor. Amor verdadero, como pocos.

 

 

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