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Aniversario del Poeta

El día que Agüero y Borges se retaron a un duelo literario

jueves 07 de febrero de 2019
Homenaje
Agüero y Borges.
Agüero y Borges.

 

Aquel jueves de octubre desperté sobresaltado. Miré el reloj que marcaba las nueve y salí disparado para el baño. En el trayecto me tropecé con una silla y un juguete plástico. Me incliné en el lavatorio para lavarme la cara. Cuando alcé la vista para mirarme en el espejo del botiquín, vi a mi esposa parada en el vano de la puerta.

—¡A dónde vas tan apurado. Hoy no hay clases! ¡No te acordás que dieron asueto! —me dijo con una media sonrisa.

—Quedé encontrarme con Ferrari y no quiero llegar tarde.

—Sos el único en el pueblo que piensa en cumplir horario.

—Lo sé, pero no me gusta la impuntualidad.

—Yo voy a tratar de seguir durmiendo. No hagas mucho ruido ¿Si? Ah. Si podés hacé algunas compras. La lista está en la heladera  —me dijo y lanzó un beso al aire.

Ella dio media vuelta y volvió a la habitación.  Yo corrí la tela plástica de la ducha, abrí los dos grifos a la vez y metí mi cuerpo. Al salir, me sequé y busqué ropa liviana. Caminé hasta la cocina. Calenté agua y me cebé tres mates. Antes de salir revisé la billetera: no tenía dinero. Fui hasta la biblioteca y en uno de los cajones busqué algo de plata. Vi la llave de la antigua caja fuerte que en un tiempo fue de mi abuelo y no resistí la tentación. Necesitaba sentir el olor de esos manuscritos. Abrí el cofre. Saqué las  hojas enrolladas como un pergamino y las olí.  Después, las guarde y cerré la caja fuerte. Volví a la cocina, para agarrar la lista de las compras. Cuando estaba por salir me llamó mi esposa.

—Emilio, me olvidé de contarte que ayer volvieron a llamar de la comisaria.

—Sí. Están pesados. Ya se van a cansar.

—No sé. Hace meses que estamos con esto.

Al salir de mi casa, subí por la calle Videla y, en la esquina de la municipalidad, doblé hacia el norte por Mercau. A esa hora el sol ya calentaba la tierra y la sequía tenía a los arroyos sedientos desde hacía tres meses. Por el pueblo no caminaban ni las lagartijas. Las lluvias amenazantes del oeste se rompían en el cielo como si las nubes le tuvieran miedo a las sierras de los Comechingones. A las nueve y media llegué al bar.

—¡Profesor! ¡Qué gusto! —me dijo Ferrari.

Apenas se levantó de la silla para darme la mano.  El “Tal Ferrari” como lo apodaban en el pueblo. Estaba sentado en la mesa de siempre y mirando a la plaza Sobremonte. En línea oblicua al aljibe. Dos o tres palomas caminaban por las sillas y la vereda. Un perro de la calle dormía bajo la sombra de un plátano.

—Tómese un café o lo que quiera. Yo invito —me dijo.

Me senté frente a él. El mozo se acercó y pedí un café cortado con poca leche y dos medias lunas.

—¿Qué es eso tan importante que me quería contar? —le pregunté.

—Mire, hace tiempo que le doy vuelta al asunto y creo que llegó el momento en que revelé lo que viví —me dijo Ferrari inclinando el cuerpo para adelante, bajando la voz como si estuviera por revelar un secreto ancestral del Vaticano.

A Ferrari le encantaba jugar con los misterios. Era un hábil narrador y por su forma de contar era indescifrable establecer la veracidad de los hechos.  Era un tipo con dinero y de la llanura.  Hablaba como un hombre de llanura: al borde del grito, pero esa mañana su voz estaba contenida. Había nacido en un pueblito del norte de La Pampa. Por legado familiar, tenía una casa quinta en Piedra Blanca, lugar fundacional de Villa de Merlo. Allí, cuando era un niño, el “tal Ferrari” pasó algunas vacaciones junto s sus primos. Después, viajó por el mundo  siempre a costillas de la plata de su madre. En la década del ochenta, Ferrari comenzó a ser un visitante más conocido en la comarca. Venía tres o cuatros veces al año. Era un erudito en la cultura gauchesca, recitaba de memoria a Borges, a Gardel y al poeta Antonio Esteban Agüero. Ejercía diversas soberbias que lo alejaba de algunas personas: la de ser criollo, la de atraer a todas las mujeres del pueblo y la de su vestimenta siempre impecable.

Esa mañana vestía una remera con un logo de un pingüino, usaba bermudas y tenía puesto mocasines importados. Cada tanto se frotaba la pierna derecha a la altura de la rodilla, por una cicatriz vertical tan larga como una serpiente, cirugía que más tarde me contó se la habían hecho en el hospital Italiano, en Buenos Aires. Caminaba ayudado con un bastón y usaba una gorra. Tenía el pelo como el aluminio y la piel blanca, sin una sola mancha o lunar.

—A usted que le apasiona la historia de Agüero. ¡Qué tanto se preocupa por su obra, le voy a decir algo que nadie sabe. Es una historia increíble! —me dijo.

Yo tomé esas palabras preliminares con prudencia. Todos conocían mi devoción por el poeta y su obra literaria. Pero yo también ejercía mi propia soberbia literaria: me creía un elegido porque había nacido un 7 de febrero, al igual que Antonio Esteban Agüero.  Y en el año en que el falleció: 1970.

Mi madre creyó ver en esa coincidencia astral un mensaje oculto literario, que yo debía continuar como un apóstol. Lo ratificó cuando el 12 de octubre de 1984, los restos del poeta fueron repatriados de San Luis a Merlo y fui elegido para recitar algunos de sus versos en la rotonda de ingreso al llegar el cortejo. Esa mañana, mi madre lloró como una viuda tardía y yo supe que estudiaría letras.

—¿De qué se trata eso que usted califica de “increíble”? Con humildad creo que hay pocas personas que conozcan tanto la obra como la vida de Agüero, como yo. Nada me sorprende.

—Por eso lo cité. Lo considero la persona adecuada. Es un experto “agüeriano”, se podría decir. Y capaz de hacer cualquier cosa por su obra.

—Bueno, algo así. He recibido muchas distinciones por mis publicaciones y fui invitado a dar conferencias hasta en Uruguay. Soy implacable con mis alumnos al momento de evaluar sus trabajos sobre la literatura puntana.

—Lo que le voy a contar es sobre Agüero y Borges. ¿Usted sabía que se conocieron? ¿Qué estuvieron cara a cara?

—La verdad, nunca escuché algo así. El único vínculo que me surge ahora es cuando Agüero ganó un premio literario en el 60 y Borges era uno de los tres integrantes del jurado.  

—Sí, eso se sabe. Yo hablo de otra cosa. Le hablo de la noche en que casi se pelean. Un incidente, como lo llamarían la policía.

—¿Una pelea a las trompadas? Es inverosímil.

—¿Lo cree inverosímil porque viene del mundo de las letras? Recuerde el gancho de derecha que Vargas Llosa le dio a García Márquez, fue por el 76 o 77.

— ¿Se golpearon como boxeadores? Eso me quiere decir de Agüero y Borges.

—No fue para tanto, pero estuvo emocionante.

—¡Ferrari, por Dios!¿Quién se lo contó? Es como cuando dicen que en nuestro pueblo estuvo Saint Exupéry.

—Nadie me lo contó.

—¿Entonces?

—Lo que le confieso fue en La Pampa.  ¿Y sabés quien evitó el papelón?

—Ni idea —dije resignado y dispuesto a escuchar una posible fabula.

—Mi tío.

—¿Usted me quiere hacer creer que Agüero que parecía el hijo de Tarzán le quería pegar a Borges?

—Bueno, algo así. Y yo fui el único testigo.

Moví a la cabeza para ambos lados.

—Comprendo su escepticismo inicial —agregó Ferrari.

—Es que no terminó de entender. No me dijo que su tío estaba ahí.

—Profesor,  yo no dije eso. Dije que mi tío “evitó el papelón”. Me extraña que un hombre de letras como usted interprete mal mis dichos.

Ferrari pidió otra Seven Up con una rodaja de limón y después me explicó que el episodio ocurrió en abril de 1962. El poeta Antonio Esteban Agüero había sido invitado por la biblioteca popular Manuel Estrada de General Pico a dar una conferencia sobre Enrique Guillermo Hudson en un local de la calle 20 entre 17 y 19, a pocos metros de la estación del ferrocarril.

—Yo era un niño y tal vez el único interesado en escuchar el mensaje sanguíneo del poeta. Me había llevado mi hermana. No sé si llegaban a quince o veinte personas las que estaban en el salón. La charla fue larga y terminó con el parado en la tarima y recitando un poema.

—¿Se acuerda cual?

—Pasaron muchos años, pero hacía alusión a un niño. Lo emocionante sucedió más tarde, en la confitería de un hotel. Ahí ocurrió lo que podemos llamar una contienda literaria.

Según Ferrari, Borges venía en viaje desde Mendoza y su madre quiso hacer una escala en General Pico para seguir a Buenos Aires al otro día. Se hospedaron en el hotel donde también estaba alojado Agüero.

—Espere un poco Ferrari ¡Usted dice que Borges estuvo en esa ciudad y nadie reflejó su visita!

—El diario local ni se enteró. Tampoco difundieron la charla de Agüero. Pasó desapercibida. Y por lo que pude saber, ese viaje hacia Mendoza fue el primero que hizo Borges después de muchos años sin salir de Buenos Aires, con su lamentable ceguera ya avanzada. Una de sus primeras conferencia en el interior de nuestro querido país. Eso se lo escuché decir a Ricardo Piglia, en un reportaje por radio Rivadavia. Pero esa escala fugaz y de una noche que hicieron en Pico no la conoce casi nadie. Usted es ahora un privilegiado al escuchar esto.

Me dispuse a escuchar a Ferrari con desconfianza y con cierta dificultad: empleados municipales golpeaban sus martillos para armar los kioscos de madera por las fiestas patronales.

—Me extraña que usted mismo no haya escrito esta historia. ¿No dice que escribió muchos artículos en un suplemento cultural en La Pampa? ¿En qué diario era?

—En el diario La Reforma. La verdad profesor, tuve la intención de escribir una novela corta con ese episodio o un cuento, pero mil veces la empecé y mil veces la dejé. Usted merece contar esta historia. Se lo ha ganado.

—Igual, mucho no me ha dicho.

—Mire, la cosa fue más o menos así. En ese tiempo, mi tío tenía la concesión de la confitería del hotel Pico. Después de la charla de Agüero yo tenía que esperar a mi hermana ahí. Para ella, yo era una especie de salvoconducto para sus escapadas románticas. Mi tío me sirvió un tostado y una gaseosa. En las otras mesas, había algunas personas solas, que estimo serían viajantes. Se les notaba en la cara la soledad.

—¿Y Borges dónde estaba?

—Espere profesor, no sea ansioso. No parece un hombre de las sierras. ¡Está perdiendo la paciencia!

—Es que usted da muchas vueltas para decir algo.

—A Borges no se lo veía, se lo escuchaba. Estaba junto a su madre en una mesa, detrás de un bastidor. Esa división les daba privacidad y categoría a algunos comensales. Hablaban en inglés. Mi tío les había llevado un té y un vaso de leche.  Recuerdo que yo estaba con mucho sueño y me hermana no llegaba. Las mesas se fueron desocupando. Me despabiló el golpe fuerte de la puerta vaivén que comunicaba a la confitería con el hotel. Fue cuando entró Agüero.

—¿Solo?

—Sí, solo. Tenía los ojos vidriosos y me clavó la mirada. Después se sonrió, me señaló con un dedo y me dijo con un vozarrón profundo: “Me siguen un millón de caballos ¿Escucháis el relincho?”. Eso derivó en la contienda literaria.

—No comprendo.

—Del otro lado de la mampara, la madre de Borges, doña Leonor Acevedo Suarez, pidió silencio como si estuvieran en una biblioteca. Pero ¿Sabe cómo lo dijo?

—¿De mal modo?

—Dijo: “silence please” con voz de directora de un instituto.

—¿En inglés?

—Sí. Fue en ese instante que Agüero caminó hasta la mampara y, por su altura, se asomó para ver quién era la mujer que había hablado de esa manera. Yo lo miraba. Escuché que se presentó o quiso presentarse. La mujer salió al salón y se plantó delante de Agüero: “No me falte el respeto, traductor de pájaros”, le dijo.

—¿Y Borges?

—Borges estaba detrás de su madre. La mujer no sé dónde sacó un guante y lo golpeó a Agüero en la cara dos veces, mientras Borges lo apuntaba con el bastón como un esgrimista. Agüero se fue así atrás y se chocó una mesa. Fue en ese momento que apareció mi tío.

El tal Ferrari me dijo que Agüero después del incidente se fue hacia su habitación. Subió las escaleras recitando. Borges y su madre tomaron al otro día el tren que salía de General Pico a la estación de Once, en Buenos Aires a las 7.15.

—Además de usted, entonces su tío fue un testigo de aquello.

—Sí y no

—¡Cómo es eso!

—Mi tío estaba en la cocina de la confitería cuando empezó la discusión. Lavaba vajilla. Pero cuando escuchó las voces en el salón salió a ver qué pasaba y se interpuso entre los tres. Sería un buen aporte para el relato, pero mi tío murió en 1972.

—La verdad me resulta sorprendente, por elegir un calificativo.

—Le puede parecer poco creíble, pero así sucedió.  ¿O de donde cree que salió esa canción de Agüero que sin mencionar a Borges, sutilmente lo crítica o no tal sutilmente?

—¿Cuál? ¿Esa que dicen que habla de dos traductores? —fingí.

—Esa misma o como se llame. Estoy seguro que la escribió después de aquel entuerto. Debe haber estado toda la madrugada escribiendo esos versos. Esa noche el sereno le llevó varias veces bebidas.

—Entonces, ese conserje o sereno debe recordar a Borges y a Agüero. ¿O también está muerto como su tío?

—Lo voy a ayudar, profesor.

El Tal Ferrari sacó del pantalón un papel doblado en dos.

—Acá tiene los nombres de dos personas que pueden ayudar, aunque tomen en cuenta que pasaron casi cuarenta años. El primero nombre es del sereno del hotel. Ya no vive en Pico, pero me dijeron que vive en un pueblo de La Pampa que se llama Rancul. Su hermana tiene un hospedaje en la ruta 188. El otro nombre es el del corresponsal que tenía el diario La Nación en el norte pampeano. De apellido Molteni. Hay un teléfono para que lo pueda contactar.

Tomé el papel y lo guardé.

—Voy a tener que hacer una especie de detective literario para poder obtener más datos. Y tal vez para nada. Esa obra de Agüero es una especie de mito literario, como tantos otros de Agüero. Algunos le dicen poema, otros le dicen canción. Pero jamás apareció el original. No creo que exista, como no existen otros poemas. Ni siquiera la edición de las Obras Completas de Agüero que editó la Universidad de San Luis en 1989 contiene esos supuestas obras inéditas.

—En eso, profesor, tengo que disentir. Yo escuché hace mucho tiempo que dos o más cuadernos y varios originales escritos a máquina por Agüero estaban guardados en la biblioteca “Leopoldo Lugones”, de Piedra Blanca.

—Sí. Yo también escuché eso desde chico. Con el tiempo me convencí que eso era parte del mito agüeriano.  ¡Hablan como si en ese lugar estuvieran escondidos los manuscritos apócrifos de Agüero!

—¡No sé olvide que entraron a robar a esa biblioteca!

—Eso fue como hace seis meses. Para la policía fueron unos artesanos, que tenían unos puestos en el arroyo, en la reserva del Viejo Molino.

—Sí, puede ser. También son los más fáciles de culpar. ¡Sino quién va entrar a robar a una biblioteca!

—Silvio Astier —le respondí.

—¿Quién?

—Silvio Astier, el personaje que creó Roberto Arlt en la novela Juguete Rabioso. En ese relato entran a robar a una biblioteca.

—Cierto. Igual el robo de la biblioteca siempre me pareció sospechoso. En Piedra Blanca se decían otras cosas.

—¿Otras cosas? ¿Cómo cuáles?

—Bueno, que fue un robo premeditado y que los que entraron sabían lo que buscaban. Muy prolijo para acusar con liviandad a un par de hippies ¿Me entiende, profesor?

—La verdad que no. Para mí que se trató de alguna persona que pensó que podía haber dinero guardado de socios. También se dijo que había dinero de una rifa.

—Sí, escuché eso también. Pero ya que usted está aquí, le voy a hacer una segunda confesión. La mujer que limpia mi casa dice que ella sabe quiénes fueron los ladrones.

—¡Qué raro! Para la policía no hubo pistas, aunque siguen investigando.

—Bueno, en realidad esa mujer lo sabe porque fue el hijo quien vio a los que entraban a la biblioteca por el patio. Pero nunca quiso decir nada.

—No estará muy seguro o será un invento.

—No sé. Usted sabrá ahora qué hacer. ¡Imagínese lo que podría valer ese manuscrito junto con la historia que le conté!

Ferrari llamó al mozo y pagó. Después, se levantó, se puso la boina y me extendió la mano. Se apoyó en el bastón y salió caminando lento hacia el sur. Me quedé sentado unos minutos. Después, empujé la silla hacia atrás, me levanté y volví a mi casa, sin hacer las compras. Entré y fui hasta el baño. Me mojé la cabeza y la cara. Caminé hasta la biblioteca, abrí el cofre y saqué los papeles enrollados.

—¿Cómo te fue con Ferrari? —me dijo mi esposa. La vi a través del espejo vertical enmarcado con recortes de mosaicos, colgado en la pared. Estaba parada en el vano de la puerta.

—Lo sabe —le respondí.

—No entiendo. ¿Qué sabe?

Desenrollé uno de los papeles. Me di vuelta y alcé la voz:

El tenía los ojos / de un color amarillo apagado / por leer en infolios amarillos / alfabetos difuntos, ideogramas / y siempre la muerta celulosa / que fue carne de árbol

Yo tenía en mis ojos / los libres y abiertos horizonte /donde el viento fatiga/ Su millón de caballos.

El traducía libros

Yo traducía pájaros.

 

Autor: Gustavo Menéndez

 

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