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Ficción y periodismo

Conocé al primer detective que llegó a Merlo y su investigación

Muchos años atrás, cuando nuestra ciudad era apenas un pueblo, pudimos haber tenido la visita que nadie quisiera recibir: un detective dispuesto a resolver el mayor misterio de nuestra historia.
martes 23 de mayo de 2017
Detective
Un relato ambientado en nuestra comarca.
Un relato ambientado en nuestra comarca.

Por Melquíades

Nunca nadie lo había visto, pero fue como si nos conociera a todos desde mucho antes de que naciéramos. Todavía se recuerda en el pueblo la tarde muerta en que bajó de un coche gris de ciudad que más parecía un auto fúnebre, sin más equipaje que un maletín de mano, y con un andar desviado como el de los loros cuando los emborrachan para que hablen. Vestía de negro, con un sombrero de alas de cuervo que se ensoparon con las primeras lluvias, y apenas si tuvo tiempo de echar un vistazo al grupo de hombres que lo miraba desde el reparo del toldo de la despensa única, pero esa mirada fugaz fue suficiente para que no quedara uno solo que no se sintiera investigado hasta en lo más profundo de su conciencia. En seguida cruzó las puertas del Hotel Colonial, y desapareció dejando un reguero de barro en la alfombra de entrada.

-          Es funebrero – dijo Lázaro, el herrero-. Viene a enterrarnos a todos.

-          Imposible – aclaró Francisco, el boticario-. A los funebreros el olor de la muerte se les siente hasta a media legua, y acá lo único que olí fue el olor de la lluvia.

-          ¡Es político! – aseguró Tomás, el más joven de todos -. Eso explica el lujo del coche.

-          Ni lo uno ni lo otro. Es policía, y mejor que eso, detective. –reveló Javier, el conserje del Hotel Colonial-. Viene a resolver el asunto ese del asiento de El Libertador- agregó, y se fue a recibir al nuevo huésped deslizándose por la fachada sin color de la despensa, cuidando de no mojarse.

Por la mañana, la ciudad no se había despertado y ya llovía. El cielo estaba como apretado, y las nubes parecían tener todavía más agua que largar. Así fue: diecisiete días después el cielo seguía mojado, y todos vivíamos bajo la inclemencia de la que todavía se recuerda como la tormenta de agua más larga de la historia de nuestra ciudad. No faltó en el pueblo quien asociara la fiereza del tiempo con la presencia del detective, pues ni bien se resolvió el misterio, el cielo volvió a ser el de siempre, y no sólo no mojó más, sino que se limpió y los pájaros regresaron con canciones más lindas, o tal vez mejor entonadas, y a la noche volvieron las estrellas, más vivas y más encendidas, como si las hubieran estado lustrando durante la lluvia.

Lázaro, el herrero, fue el único que tomó conciencia del peligro que implicaba tener un detective entre nosotros. Se despidió de todos con un beso rápido sin la partida de cartas de todas las siestas. Los demás lo miramos como preguntándole, y el respondió con la solemnidad de quien lee un discurso: “Me voy a devolverle la bicicleta a Jorge, mi vecino –dijo-. No vaya a ser cosa que el detective me acuse de ladrón”.

Esa tarde no hubo partida de cartas. Por primera vez desde que las inauguramos con Tomás, una tarde en que buscábamos entretenimiento para la siesta, el ritual de los naipes se suspendió. Todos volvimos a nuestras casas, devolvimos todo cuanto nos habían prestado, y por las dudas hasta lo que era nuestro pero no recordábamos. La identidad del forastero se fue esparciendo por las calles del pueblo, desde la plaza central como las revoluciones, dobló por la esquina a la derecha, después a la izquierda, luego otra vez a la izquierda, y antes de la cena no había nadie que no supiera del detective, y cuando éste quiso salir de noche se encontró con las calles sin gente por el sentimiento de culpa de todo un pueblo al que todavía nadie acusaba de nada.

Todos los comercios habían cerrado de pronto. La única luz que encontró el detective provenía de la fonda de Don Justo, un inmigrante que había venido con la fiebre de las vacas y que administraba con más corazón que disciplina el único lugar que teníamos para entregarnos al olvido del alcohol.  Como dueño de la fonda le habíamos confiado tantas tentaciones, tantos deslices de la moral, que estaba más al corriente de nuestros pecados que el mismo párroco del pueblo. Fue por eso que apenas si pestañó con la presencia del detective, pues al final de cuentas había escuchado tantos delitos domésticos y de tan diversa índole, que los suyos serían apenas un lunar en el prontuario sin condena de la población.

Así que cuando el detective salió a la calle, seco tras el baño pero vuelto a mojar con la lluvia que no aflojaba, los caballos no estaban y los faroles no alumbraban a nadie. Regresó por la calle que llevaba a la montaña, y al entrar a la fonda vio las mesas sin copas, las sillas sin borrachos, la música sin intérpretes entre las cuatro paredes de cal pintadas con más esfuerzo que recursos. Entonces el detective tomó conciencia de la velocidad con que viajaban las noticias en nuestro pueblo, y en los taburetes sin nadie, encontró el miedo hacia su presencia, y eso le infundió el aire de orgullo que necesitaba para pisar firme en su primer contacto con uno de nosotros, más allá del diálogo sin vida con el conserje.

-          He estado en muchos lugares a los que me gusta llamar, digamos, de chisme fácil –le dijo a Don Justo mientras sacudía el agua del sobretodo y lo colgaba en el perchero-. Pero nunca en uno así.

-          Entiéndalos –pidió el cantinero sin apartar la vista de una copa que no se podía lustrar más-. No se recuerda la visita de un detective por aquí, ni siquiera en tiempos de guerra.

-          ¿A qué deberían temer?

-          Mire, detective…

-          Fragetti, detective Fragetti.

-          Mire, detective Fragetti –dijo Don Justo y levantó por fin la vista de la copa-. Primero, ambos sabemos que ese no es su verdadero nombre. Y segundo, no entiendo por qué el gobierno central se hace tanto alboroto con el asiento ese de El Libertador, si en los treinta y dos años que llevo muriendo en este moridero apenas si mandaron una vez al ministro de Turismo para la Fiesta de la ciruela.

-          Voy a hacer de cuenta que no sé cómo usted está al tanto ya de lo del asiento. Pero déjeme decirle que en eso tiene razón. Ocurre que el presidente cuenta con el asiento para su campaña electoral, y no como un accesorio de compañía, sino como el sustento de su gloria.

El cantinero afiló el instinto pero siguió sin entender nada de lo que hablaba el detective.

-          Mire –levantó la voz el detective y la voz iluminó el salón casi en penumbras-. En ese asiento está inscripto el apellido de nuestro presidente, y él lo piensa utilizar a su favor.

-          Lo que no entiendo es por qué si era tan importante nunca habían venido por él.

-          Siempre creyeron que no podía estar en un sitio más seguro más que en un pueblo sin la corrupción de la modernidad.

-          Hasta ahora.

-          Sí, hasta ahora que tengo la orden de encontrar ese asiento a cualquier precio, y de ordenar el linchamiento público del bandido en plena plaza central.

El detective Fragetti se despidió sin beber ni comer nada. Apenas si olió un poco los manjares rancios en conserva, y se puso el sobretodo tomándolo por el cuello y haciéndolo volar por el aire, buscando impresionar al cantinero, pero en el movimiento erró el cálculo y terminó tirando al piso los utensilios de aderezar, aunque escapó del ridículo con propiedad:

-          Póngalo en mi cuenta –dijo- Es posible que esté aquí por un tiempo.

Al día siguiente no sólo llovía, sino que lo hacía más fuerte, y recuerdo que las gotas golpeaban como coscorrones de boxeador. El detective Fragetti bajó temprano a la recepción del hotel, con su andar de loro desviado, y retiró del mostrador el periódico del día. Lo había logrado: toda la tapa del diario estaba llena de artículos que hacían referencia a su llegada, y la conversación con el cantinero había quedado registrada como si hubieran utilizado un grabador de voz, y sus palabras estaban en la tinta del papel. El detective Fragetti hizo un ademán de victoria con el puño derecho dado el resultado perfecto del plan. Luego salió a la lluvia. El pueblo había recobrado el ritmo habitual, y todos habíamos vuelto a la vida pública, en medio de un chapoteo continuo entre el lodo de las calles. Pero cuando vimos salir al detective del hotel, no hubo hombre ni mujer que no le enfrentara la mirada, y más de uno todavía recuerda aquella mañana de siempre como la primera vez que estuvimos frente al hombre que casi nos caga la vida.

-Continuará-

 

 

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